Cuentos latinoamericanos. Hoy Brasil

Mario de Andrade – Rosa y el cascarudo

Belazarte me contó:

No creo en bichos malignos, pero del cascarudo, no sé. Mire lo que sucedió con Rosa… Dieciocho años. Yo no sabía que los tenía. Nadie había reparado en eso. Ni doña Carlotita ni doña Ana, ya viejecitas y solteronas, ambas con cuarenta y muchos. Rosa había venido para acompañarlas a los siete años cuando se le murió la madre. Murió o dio la hija, que es lo mismo que morir. Rosa crecía. Su adorable tipo portugués se pulía poco a poco de las vaguedades físicas de la infancia. Diez años, catorce años, quince… Al final dieciocho en mayo pasado. Pero Rosa seguía con siete, por lo menos en lo que respecta a nuestra alma. Servía siempre a las dos solteronas con la misma fantasía caprichosa de la antigua Rosita. A veces limpiaba bien la casa, a veces mal. En ocasiones se olvidaba del palillero al poner la mesa para el almuerzo. Y en el cuarto acariciaba con la misma ignorancia de madre a la misma muñeca que, ¡no sé cuánto tiempo hace!, le había dado doña Carlotita con la intención de mostrarse simpática. Parece increíble, ¿no?, pero nuestro mundo está hecho de esos increíbles: Rosa, toda una muchacha ya, era infantil y de pureza infantil. Que las purezas como las morales son muchas y diferentes… cambian con los tiempos y con la edad… no debería ser así, pero es así, y no hay nada que discutir. Pero con dieciocho años en 1923, Rosa poseía la pureza de los niños de… allá por la batalla del Riachuelo1 más o menos… Eso: de los niños de 1865. ¡Rosa… qué anacronismo!

En la casita en la que vivían las tres, camino de la Lapa2, su juventud se desarrolló sólo en el cuerpo. También salía poco y la ciudad era para ella el viaje que uno hace una vez por año cuando mucho, por algún finado. Entonces doña Ana y doña Carlotita se vestían de seda negra, ¡sí señor! Se ponían toda esa seda negra haciendo barullo que era una lástima. Rosa acompañaba a las patronas con su ropa fina más nuevita, llevando los jarros de leche y las plantas de la huerta. Iban a Aratá3 donde reposaba el recuerdo del capitán Fragoso Vale, padre de las dos tías. Junto al mármol raso doña Carlotita y doña Ana lloraban. Rosa lloraba también para hacer compañía. Notaba que las otras lloraban, se imaginaba que era necesario llorar también, ¡enseguida!, llanto llanto… abría los pequeños grifos de los ojos negros negros, que brillaban aun más. Después visitaban haciendo comentarios las tumbas endomingadas. Aquel olor… Velas derretidas, familias descansando, agitación dificultosa para tomar el ómnibus… ¡qué aturdimiento, Dios mío! ¡La impresión llena de miedos era desagradable!

Anualmente ese viaje grande de Rosa. No más: llegadas hasta la iglesia de la Lapa algún domingo suelto y en Semana Santa. Rosa no soñaba ni maduraba. Siempre atendiendo la huerta y a doña Carlotita. Atendiendo la cena y a doña Ana. Todo con la misma igualdad infantil que no implica desamor, no. Ni era indiferencia, era no imaginar las diferencias, eso sí. Uno pone diez dedos para hacer la comida, dos brazos para barrer la casa, un pedacito de amistad para Fulano, tres pedacitos de amistad para Zutano que es más simpático, una mirada a la bonita vista de al lado con el campanario de Nuestra Señora de O4 en un embobamiento allá lejos, y de sopetón, ¡zás! se hace todo amor como en el truco5 para ver si toca una buena mano. Así es como hacemos… Rosa no lo hacía. Era siempre el mismo pedazo de cuerpo que ponía en todas las cosas: dedos, brazos, vista y boca. Lloraba con eso y con eso mismo atendía a doña Carlotita.

Indistinta y bien barridita. Vacía. Una hermanita. El mundo no existía para… ¡qué hermana!, santita de iglesia perdida en los alrededores de Évora.6 Hablo de la santita representativa que está en el altar, hecha de argamasa pintada. La otra, la representada, usted bien sabe: está allá en el cielo sin interceder por nosotros… Rosa, si se precisaba, intercedía. Pero sin saber por qué. Intercedía con el mismo pedazo de cuerpo, dedos, brazos, vista y boca, sin nada más. La pureza, la infantilidad, la pobreza de espíritu se empañaban en una redoma que la separaba de la vida. ¿Vecindad? Sólo la casita de más allá, en la misma calle sin vereda, barrio oscuro, verde de pasto libre. La callejuela era engullida en un arrebato por la confusión civilizada de la calle de los tranvías. Pero ya en la esquina el almacencito de don Costa le impedía a Rosa entrar en la calle de los tranvías. Y don Costa pasaba de los cincuenta, viudo sin hijos, pitando de su pipa maloliente. Rosa se detenía allí. El almacén movía toda la dinámica alimenticia de la existencia de doña Ana, de doña Carlotita y de ella. Y eso en las horas apuradas de la mañana, después de hervir la leche que el lechero dejaba muy temprano en el portón.

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Mário Raul de Morais Andrade nació el 9 de Octubre de 1893 en São Paulo. Fue poeta, novelista, ensayista y musicólogo brasileño reconocido mundialmente. Se le ha considerado como uno de los propulsores del Modernismo Brasileño.
Aunque escribió poesía desde su niñez, su primera vocación fue la música, y en 1911 decidió matricularse en el Conservatorio de São Paulo.
Se acercó a la literatura como crítico de arte en revistas y diarios. Fue uno de los principales animadores la Semana de Arte Moderno celebrada en São Paulo en 1922, donde conoció a otros jóvenes de su misma índole y acabaron creando el conocido Grupo de los cinco. Además, se encargó de la dirección del Departamento de Cultura del Municipio de São Paulo y de la cátedra de Historia y Filosofía del Arte en la Universidad del Distrito Federal, en Río de Janeiro.
Durante los años 20, Andrade decidió centrarse en el ámbito musical de su carrera. Viajó por Brasil estudiando su folclore y poco a poco creó una teoría de la música folclórica tanto nacionalista como personal. Esta teoría está recogida en su obra Ensaio sobre a música brasileira (1928). Dicha obra resultó una obra polémica y es considerada hoy «la «biblia» del nacionalismo musical brasileño erudito».

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